domingo, 27 de noviembre de 2016

"El sueño de Constantino" de Paul Veyne


   Se diría que junto a las losas y esbeltas esculturas de los pasados tiempos romanos el cristianismo ha tenido una fortuna similar: persistente y dura como una roca, tan antigua como ellas y presente casi del mismo modo (como reliquia). Sea cual sea la naturaleza del cristianismo, similar o no a las reliquias romanas, Paul Veyne dedicó un libro a la cuestión de cómo el cristianismo llegó a ser la religión de todos cuando, en principio, había sido la religión de unos pocos. 

   Con el fin de tratar la cuestión, el historiador francés dirige su lupa al crisol en el que él considera que se da un punto incisivo, de importancia considerable pero no irreversible: Constantino y sus medidas. Pero no caigamos en la confusión: este libro no es un libro de historia que hable de todo cuanto se hizo bajo el reinado de dicho emperador. Hay que fijarse en el subtítulo -cosa que a veces obviamos- para ser consciente de la amplitud y medida de lo que se va a tratar: el afianzamiento del cristianismo y su fortuna. Respecto a esto Paul Veyne nos es del todo sincero, pues en numerosas veces nos repite que la fortuna del cristianismo debe mucho a la casualidad y la suerte, y no solo a un entramado y una estrategia bien definida (que también).

    Constantino podría empoderar a la que entonces había sido solo una secta, favoreciéndola, financiándola y ayudando a extenderla, mientras al mismo tiempo se insinuaban medidas que entorpecían el culto a los paganos. Esto no supuso, ni mucho menos, una inflexión histórica definitiva. Cuanto podía haberse conseguido podía desaparecer en cualquier momento, pues los cristianos seguían siendo minoría en un imperio de paganos. Esta debilidad se evidenció cuando Juliano, el apóstata, llegó al trono y se afanó en entorpecer a los cristianos y colocar el paganismo en el lugar en el que debía estar. Su muerte sellaría, sin embargo, la suerte del cristianismo:

    "Sin presentir las consecuencias históricas de su decisión, los dos clanes militares se pusieron de acuerdo en 364 sobre el cristiano Valentiniano, por mil razones en las que la religión apenas intervenía, y sí lo hacía y mucho la oportunidad, la urgencia, el interés personal y corporativo, el talento o la permeabilidad de los candidatos." (El sueño de Constantino, p. 130)

    Como dijimos, los hechos que examina y valora Veyne, van más allá de Constantino y no tienen en cuenta todos los que en su época se dieron... porque tampoco son pertinentes para el tema. Sin embargo, sí que centra en él una gran parte del libro, en elucidar sus intenciones a la hora de explicar lo que hizo. Contraviniendo a aquellos que ven en la adopción del cristianismo un gesto interesado, Veyne no duda en responderles que, como emperador, poca ventaja podía sacar de elevar a un grupo minoritario. Agraviar a las élites paganas y a la mayoría de sus súbditos con ciertas palabras y nuevas formas no era precisamente obrar en vistas a un interés de mente calculadora, que mide y busca los resortes del poder. Más bien, nos dice este historiador, habríamos de creer que fue un creyente sincero. Junto a este deslizamiento de la cuestión, se une otro: el triunfo del cristianismo no se debe a que el ambiente de la época favoreciera una mentalidad crédula que se evidenciaba en multitud de sectas y cultos, sino en que el cristianismo aportaba una novedad: la inclusión del alma individual en un proyecto histórico divino. 

Constantino I
    De aquellas dos opiniones surge una tercera, que no está ligada propiamente con el tema del libro, y sí con cómo entender la tensión entre individualidad y colectivos y cuál privilegiar a la hora de hacer historia. Por esto y por otros temas esbozados tenemos un ensayo algo disperso. Así, y fuera de la cuestión de los avatares de la religión cristiana, trata la cuestión de si nuestro continente puede considerar que tiene raíces cristianas, o incluso traza algún paralelo - a mi juicio innecesario- entre algunos momentos del pasado y el siglo XX. También, como historiador que se me mete en camisas de once varas, se inmiscuye en algún tema en el que mete la pata. Al considerar el cristianismo menciona en numerosas ocasiones la cuestión de la inmortalidad del alma. Señor Veyne, la Iglesia no sostiene la inmortalidad del alma de forma unánime hasta el concilio de Letrán en 1512. Acudiré en mi ayuda a Etienne Gilson:

"Hoy se sorprendería a muchos cristianos diciéndoles que la creencia en la inmortalidad del alma en algunos de los más antiguos Padres es tan oscura que es inexistente. (...) En realidad, un cristianismo sin inmortalidad del alma no hubiera sido absolutamente inconcebible, y la prueba está en que fue concebido. En cambio, lo que sería absolutamente inconcebible es un cristianismo sin resurrección del hombre." (El espíritu de la filosofía medieval, p. 180)
   Quitando este fallo, que entiendo que puede tenerlo cualquiera, el libro nos hace una exposición dispersa pero interesante de ciertos temas. Por su amenidad creo que este libro puede incluso llevarse en un viaje. Para interesados en la historia del imperio romano, y solamente del imperio romano, quizá acaben algo descontentos al comprobar que no encontrarán un libro que se centre propiamente en un cierto período del mismo. Si el lector pretende encontrar algo menos concreto, que verse sobre historia y que sea ameno, este puede ser un buen libro para él.




miércoles, 23 de noviembre de 2016

"El fin de Alejandro I" de Dimitri Merejkovsky



    La historia en ocasiones no es justa, como tampoco las gentes que no la atienden. De esto quizá nos diga algo Rusia. Ese país duro, helado, nación de campesinos maltratados por nobles, comunistas o plutócratas, ha tenido el mérito de salvar dos veces el continente, aunque no se le ha reconocido el mérito de tal tarea. La más sonora, y cercana, nos recuerda la caída del III reich; la otra, más lejana, pero no menos importante, se remonta a los tiempo de Napoleón, al fin de lo que había nacido de la república francesa, fuera bueno o malo. La historia que muchos imaginan, que como decimos es a veces injusta, nos habla mucho de la victoria de Wellington en Waterloo, ensombreciendo los enormes sacrificios que tuvo que hacer el pueblo ruso para resistir y finalmente vencer en Leipzig a Napoleón. El mérito de esa victoria fue de un hombre llamado Alejandro I, zar de todas las Rusias, que prefirió ver cómo los franceses asolaban con fuego sus tierras antes que rendirse.




   Merejkovsky, autor ruso de sobrada maestría narrativa, da protagonismo a ese hábil estratega que fue Alejandro, pero su Alejandro no es el conquistador... El Alejandro de Merejkovsky es un hombre mayor, inquieto, anhelante de paz, que ha olvidado los viejos días de gloria en favor de los futuros imaginarios en los que él ocupa una casita de retiro junto a su esposa. 
   "Cuanto más se alejaba, más aliviado se sentía Alejandro, como si su alma se librase del peso que la había abrumado en los últimos años; le parecía salir de un terrible sueño; se sentía como si hubiera abdicado ya, como si nunca tuviese que regresar, como emperador, a la capital; la última liberación lo esperaba en el sitio al que se dirigía. ¿No era, acaso, por esta razón que oía en los gritos de las grullas una misteriosa llamada, una esperanza infinita?" (El fin de Alejandro I, Pág. 45)

    El sino de los tiempos, sin embargo, obstaculizará sus pequeños y razonables deseos de retiro. Podrían haber abatido entre todos al gigante francés una década antes, pero no pudieron destrozar cuanto se dijo y pensó en la Francia revolucionaria. Las formas rígidas y autoritarias de gobierno que hasta ahora habían regido Europa habían perdido todo rastro de ligitimidad tras la toma de la Bastilla. Esto, que atañía a los franceses, no le afectó menos a Rusia, donde empezaron a haber escépticos de la monarquía de los Romanov. Los titubeos y susurros hablan de constituciones, de leyes, de levantamientos y, en definitiva, de poner fin a la familia real. De esos titubeos y susurros, verdadera mirada de Gorgona para las monarquías europeas de aquellos tiempos, nos habla Merejkovski.

     Para el fin que se propone el autor esboza dos momentos que se van intercalando en la novela: por un lado, el inquieto semiretiro del emperador que está al tanto de la trama de los conspiradores; por otro, los conjurados cuyos rostros y caracteres, buenas o malas intenciones, nos son presentadas. No hay por parte del autor demonización alguna de ninguna de las partes. Si el zar Alejandro nos resulta una figura amable, viajero cansado de los hilos del poder que se ciñen a sus brazos y cuello como cadenas, los conspiradores no son menos nobles. De hecho alguno de ellos parece que debiera vestir las ropas de un santurrón más que las de un militar... Prueba de ello son las vacilaciones que estos últimos tuvieron, incapaces de pasar a la acción. Finalmente su pensamiento y proyectos nos resultan tan utópicos o imaginativos como aquellas historias que se contaban los hombres en el Renacimiento, con Moro o Campanella.

    Intercalando los pesares palaciegos de la mujer del zar, esposa devota, las conversaciones de los conjurados y algún viaje de estos, la trama transcurre sin muchos vaivenes que aporten al lector momentos inesperados o giros repentinos. Asistimos con esta novela, más que a otra cosa, a los últimos días del zar que llevó victoriosos a sus húsares hasta París.

    No puedo decir que el libro haya hecho que me olvidara de cualquier otra cosa, sinceramente. Circunstancias biográficas han hecho que quizá no disfrutara de esta novela como quizá hubiera podido ocurrirme de haberla leído en momento más propicio. Con todo, afirmaría sin reparo que la novela no tiene la maestría en su estilo y estructura que tuviera El romance de Leonardo, libro que me dejó atónito en su día. La calidad de esta novela histórica, me parece inferior en muchos aspectos... Pero sin recurrir a las tentadoras comparaciones, diré que quien sea capaz de sortear las dificultades que los nombres rusos presentan -no pocas cosa es esa- tiene un libro menor entre manos, pero no aburrido. La casualidad ha hecho que hace apenas unos días cayera en mis manos la continuación del libro, titulada El 14 de diciembre. Ya les contaré algo de ella a quienes lean este blog.

Alejandro I

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Fragmento de "La caja de plata" de Luis Alberto de Cuenca

La mentirosa

Tienes hora para ir al ginecólogo,
te duele la cabeza, te ha sentado
algo mal o preparas un examen,
es el santo de Marta, los gemelos
se aburren sin salir o Macarena
te ha invitado a bañarte en su piscina...
¡Qué mal mientes, amor! Si no te gusto,
dímelo. Pensaré en un buen suicidio.
Pero si quieres verme, y tus excusas
no son más que un vulgar afrodisíaco
para que se mantenga mi deseo,
invéntate otros juegos, vida mía,
que el premio del engaño es el olvido.



miércoles, 9 de noviembre de 2016

"El fuego secreto de los filósofos" de Patrick Harpur


    Un libro que cuenta con una portada de un cuadro de Arcimboldo no puede por menos que atraer la mirada de quien esté en la librería. Si además uno comprueba que el libro resulta ser de Atalanta y su autor es Patrick Harpur sabe que, como mínimo, va a leer algo decente... Al menos es lo que uno puede pensar por la buena prensa que el conde Siruela consigue con cada uno de los libros que publica. No me acerqué yo al libro por su peculiar portada, ni tampoco porque esta editorial lo publicara. Mi encuentro con él se debe mayormente a otro anterior con Harpur: La tradición oculta del alma. Me pareció aquel un libro delicioso, de los que uno devora y siente tristeza al acabar. Por su temática, deslindada de la mayor parte de planteamientos actuales, era una carta de presentación elocuente de uno de los autores que ha conseguido un lugar destacado en el catálogo de Atalanta.

    Pero dejando al margen el modo en que llegué al libro, veamos cómo se presenta. En la contraportada se nos dice que es una historia de la imaginación y promete "sacudir los cimientos de los rígidos mitos que han gobernado en los últimos siglos nuestro universo racional". Contraportada que anuncia a bombo y platillo la genialidad de la obra, sin duda, pero ¿qué nos encontramos al comenzar el ensayo? La respuesta es un conjunto de capítulos más o menos reiterativos sobre ciertos temas que se sostienen en un mismo punto: la llamada a un mundo animista. Bajo esta presentación aparece la actitud irónica de Harpur hablando de los tiempos modernos y cómo estos han escamoteado cierta visión tradicional del mundo. En esa visión tradicional, el universo goza de vitalidad en cada una de sus partes, estando poblada por seres feéricos de naturaleza contradictoria, grandes y pequeños, corpóreos e incorpóreos... Lo que viene a continuación no es una historia de la imaginación. Olvidan, quienes dicen eso, que una historia no se hace con retazos, sino que requiere cierta linealidad, de la cual carece por completo la obra. Pero no es solo que El fuego secreto de los filósofos no sea una historia de la imaginación por su estructura, sino porque como se dice este libro es:

"un rayo de luz difractada cuya fuente (...) proyecta un arco iris más allá de este libro (...)" (pág. 23)
    Una bonita forma de decir que el libro trata sobre la naturaleza de la realidad. Cierto es que la realidad que nos presenta requiere un componente imaginativo pues el mundo, nos dice Harpur, no se agota en lo material. Los seres feéricos no son realidades fácticas, como tampoco los mitos y otros elementos, pero hay que verlos como metáforas que conforman una realidad que va más allá de lo que vemos. Se dice, pues, que hay otro mundo, donde se encuentran los seres feéricos, mientras al mismo tiempo afirma que no existe literalmente -el lector se las deberá arreglar con la aparente o real contradicción-. Perder de vista la realidad daimónica del otro mundo conlleva una serie de circunstancias: pérdida de sentido vital y múltiples enfermedades físicas o psicológicas, etc. Como propuesta y remedio nos sugiere recobrar la antigua visión del mundo que él dice exponer:

"Si queremos cambiar nuestra obstinada literalidad, tendremos incluso que dejar entrar un poco de locura, abandonarnos a cierto éxtasis. Siempre podemos comenzar tratando de desarrollar un mayor sentido de lo estético, una apreciación de la belleza, que es el primer atributo del alma. Por la manera en que vemos el mundo podemos restaurar su alma (...)" (pág. 428).
    Para que no se me tache de forma simplona como escéptico a una visión del mundo animista no criticaré el libro desde fuera, sino desde dentro. No soy contrario a una visión animista de la realidad; sí que lo soy, sin embargo, cuando esta es inconsistente. Daré mis razones al respecto:
  1. La mención al neoplatonismo es algo reiterado en la obra, pero si atendemos a cómo lo trata me surgen una serie de dudas. Al hablar de Plotino, Harpur lo menciona diez veces, de las cuales solo tres nos remite a su obra. El resto de veces o no nos remite a alguna parte de sus Enéadas o lo hace a la interpretación que de él hace James Hillman, un jungiano... Lo cual me lleva a pensar que su lectura del neoplatónico Plotino está corrompida. A Jámblico, Ficino y Pico della Mirandola, como demuestra el aparato de notas, no los ha leído. Proclo ni siquiera tiene mención en la obra. Cabe preguntarse entonces cómo alguien que no tiene conocimiento profundo sobre el neoplatonismo puede hacer afirmaciones tan rotundas como las que hace.
  2. Algunos capítulos son meros resúmenes de otros libros. Por poner un ejemplo, el capítulo XIX, no dice nada que no podamos encontrar en Discarded image de C. S. Lewis. Llega a ser tan grotesco el resumen que a veces no se molesta en cambiar el orden de exposición. Lás páginas 248-249 expresan lo mismo que Lewis dijera en las páginas 99-100 de su libro, incluído, al menos, en la bibliografía de Harpur. Quien se sienta inquieto por esto le animo a comprobarlo.
  3. Hay momentos en que hace atrevidas (y descuidadas) equiparaciones. Veamos una:
"Kant está pensando en la tradición que procede de Platón y que anticipa a Jung. Sus categorías son las relaciones de las formas de Platón y de los arquetipos de Jung" (págs. 307-308)
    En fragmentos como este se ve que establece una equivalencia entre tres aspectos, confundiendo lo que tenga que ver con el fundamento de la realidad (ideas en Platón), con las operaciones que realiza la mente humana (categorías de Kant), con lo que sean los arquetipos de Jung. No es baladí la confusión porque nos lleva a no detectar tres áreas de pensamiento bien diferenciadas como son la ontología (Platón), la epistemología (Kant) o los arquetipos (psicología espiritual de Jung). 

    Estas tres razones (y alguna más) me parece que resienten en no poca medida la consistencia y la argumentación de la obra. Son insuficiencias de las que el libro no se hace cargo y que, creo, desmantelan los buenos propósitos que tuviera Harpur al escribir el libro. De no ser porque el autor tiene un buen manejo estilístico este libro tendría tantas flaquezas que lo convertirían en insalvable. Pero gracias a esto último podemos darle un hueco como rara avis en nuestras lejas.



jueves, 3 de noviembre de 2016

Barbagrís

 "Nosotros necesitamos los desastres que nos suceden. Usted y yo hemos pronosticado, de alguna manera, el colapso de la civilización. Somos dos supervivientes de un naufragio. Para nosotros dos, esto significa algo más que la supervivencia... ¡el triunfo! Antes de que llegara el desastre, nosotros lo deseábamo, y por esa razón es un éxito, una victoria para la voluntad. ¡No se asombre tanto! Estoy seguro de que no es usted un hombre que considere los rincones de la mente como un lugar muy saludable. ¿Ha pensado en el mundo don nacimos, en lo que se habría convertido si no hubiera tenido lugar el desastre este desgraciado experimento de la radiación?¿No habría sido un mundo demasiado complejo, demasiado impersonal, para nuestro gusto? (Barbagrís, págs 143-144) 
    J. G. Ballard publicó en 1962 una novela que se ambientaba en la cercanías de Londres que tituló Un mundo sumergido; dos años después aparareció un libro titulado Barbagrís de un Brian Wilson Aldiss. Ambas son novelas de autores de ciencia ficción ingleses. Ambas se ambientaban en un mundo degradado y ominoso, como también ambas discurrían en las zonas aledañas a Londres o el Támesis. Muchos parecidos y una única diferencia: que uno era un mal libro y el otro no.

    Wilson Aldiss se enmarca en la lista de autores que, como Ballard, pretendieron un viraje en el género, una suerte de nueva visión. En sus mundos imaginados, el hombre no iba a ser el hacedor de una raza que formara imperios galácticos, con enormes naves surcando el espacio y rascacielos dorados en mundos prósperos y ricos. La suerte del hombre podía ser muy distinta: podía llegar a caer en desgracia, acosado por algún destino terrible o una propia metedura de pata. Las dos obras señaladas hasta ahora son ejemplos claros. Barbagrís se acerca a una fecha muy cercana a la nuestra pero con un presente más complicado: los juegos torpes de políticos y las tensiones entre las potencias originaron ciertas pruebas de "fuerza". Estas consistieron en el lanzamiento y explosión de diversos misiles que tuvieron el efecto inesperado de alterar la atmósfera. Inundado el ambiente por la radiación, los humanos no tardan mucho en darse cuenta de un efecto secundario: pierden la capacidad de tener hijos. Lo que sucede a esto no es un diluvio de catástrofes que aniquilan cuanto haya en el planeta. La catástrofe no se presenta de modo total, arrasando cuanto haya. Por el contrario, va a apareciendo lenta pero progresivamente. Aunque al principio todo permanezca igual, pasadas unas décadas no queda ninguna de las naciones del presente. Quedan poblados autosuficientes, incomunicados y llenos de ancianos doloridos y supersticioso.

    A tenor de lo dicho arriba comprobamos que los trajes espaciales no tienen lugar en esta novela, como tampoco productos de alta tecnología. La ciencia ficción de este libro es la que muestra el derrumbe, no el avance, del género humano. Desprovistos, poco a poco, de los conocimientos que otrora le otorgaran el dominio natural, los hombres se visten con pieles, cazan animales para comer y recurren a sistemas autárquicos. Nada queda de la moderna economía ni de sus productos, convertidos en el libro en reliquias de un mundo pasado. El comercio da paso al trueque y los hombres, más que sentirse seguros en sus zonas de confort, se sienten amenazados por la presencia cada vez más amenazante, aunque sigilosa, de la naturaleza.

    El modo en que se muestra todo esto no es de manera grandilocuente, sino a través de hechos que llegan a ser cotidianos: tener un reno se considera poseer un tesoro, un sesentón es considerado "joven", ante la carencia de lujos y de acicalamiento la barba es un signo de persona cuidada... Pero la decadencia también tiene lugar en forma de grandes eventos causada por la torpeza del militarismo obtuso o las enfermedades que acompañan siempre los momentos críticos. Ambas cosas las vivirá Algernon Timberlaine, protagonista de la novela, y nos las mostrara a través de viajes introspectivos a su mundo interior.  El viaje por el Támesis junto a su mujer y dos conocidos dará ocasión a las incursiones en su mente. Quiero destacar este último dato como algo relevante porque la estructura de la novela es peculiar. Podemos decir que en la novela tenemos dos líneas de desarrollo, contrapuestas, pero que acaban conciliándose: una nos lleva desde el presente hasta el pasado y la otra desde el presente a lo que va ocurriendo. Ambas confluyen en el punto final, en el último momento de la novela, dando como resultado un personaje bien trazado, que da cuenta de su mundo cercano, de lo que ha pasado, de las aspiraciones que tiene o tuvo... Gracias a esta estructura, felizmente llevada, la novela resulta efectiva haciendo que el lector sienta la melancolía y la nostalgia que inspira un mundo tan poco agradable... Pese a lo esperado, la novela cierra con una nota de esperanza.

  Todavía me hallo cavilando las razones por las que la obra no se ha vuelto a editar, pues ni estamos ante una obra menor, ni ante un relato mal construído. Barbagrís es por derecho propio un libro bueno, una sólida narración que nos brinda un mundo rico en matices y que nos habla de la condición humana en situaciones desafortunadas.