viernes, 12 de octubre de 2012

101 cuentos clásicos de China (II)

La adquisición de la generosidad

    El señor Meng Chang heredó de su padre el cargo de ministro y varios miles de funcionarios a su servicio. El rico patrimonio que le dejó el difunto noble incluía también un feudo extenso de decenas de miles de hectáreas. Los habitantes en estos lugares cultivaban sus tierras en arriendo y tenían que pagarle atributos anuales.
   Cierto año, cuando llegó el tiempo de recaudar las contribuciones, Meng preguntó a los funcionarios si alguien podía ayudarle en ese difícil trabajo. Se ofreció un voluntario llamado Feng Huan, a quien le encargó dicha tarea.
   Al día siguiente Feng montó en el carruaje que le había preparado el ministro, y antes de partir preguntó a su amo:
- Cuando termine de recaudar el dinero, ¿quiere su excelencia que le compre algo?
  Al ministro no se le ocurrió nada en ese momento, pero le dijo:
- Si ves que hay algo que falte en esta casa, compralo sin más.
- Sí, mi señor- contestó, arrancado  el carruaje el encargado de la recaudación.
   Al llegar a los feudos, Feng recaudó más de cien mil monedas como pago de los tributos. Pero había un buen número de arrendatarios pobres que no podían pagar la deuda. La mala cosecha durante varios consecutivos los había empobrecido, llevándolos casi al borde de la indigencia. Era imprescindible hacer algo para sacar a esa gente de la miseria. Consciente de eso, el encargado de la recaudación convocó a todos los arrendatarios en la plaza del pueblo, pidiéndoles que trajeran los títulos de la deuda.
   Acudieron todos los convocados sin saber qué les iba a pasar, agobiados por su pésima situación económica. Estaban decididos  a morir antes de ser despojados de sus últimos recursos. Cuando empezó a hablar el enviado del propietario, tenían la sensación de que iban a enfrentar una mayor tragedia.
- En nombre de Su Excelencia el ministro Meng, les pido que saquen sus títulos y comprueben conmigo las cantidades que deben a mi señor.
   Los arrendatarios estaban tristes y preocupados por lo que les pudiera pasar. Sin embargo, cuando terminaron de comprobar sus obligaciones y esperaban que les uniera una medida drástica de coacción, se sorprendieron enormemente con lo que oyeron:
- En vista de las dificultades reales que os acosan, el señor ministro ha decidido eximiros del pago de todas vuestras deudas, como manifestación de su gran generosidad y del cariño que siente por todos  vosotros. Ahora, ante la presencia de todos, voy a quemar los títulos de deuda para liberaros del pago de ellas.
   Al principio nadie podía creer sus palabras. Anonadados, no comprendían  lo que significaba tal decisión. Pero al instante, cuando vieron que se levantaba una llama azulada del montón de documentos que les había sometido durante muchos años al martirio económico, reaccionaron con grandes y emotivas exclamaciones entre lágrimas y reverencias.
   Feng volvió contento a la residencia del ministro, quien se sorprendió de la brevedad de su viaje:
-¿Tan pronto has podido terminar la recaudación? Cuéntame, ¿qué tal ha ido?
- Muy bien, Señor. Además, le he adquirido algo que no tenía en casa.
   El ministro se mostró muy interesado y le preguntó:
-¿Dime qué has comprado?
   Huan le explicó:
- Como su noble familia es muy rica en joyas, caballos y bellas mujeres, no se me ocurrió comprarle nada de eso. Sin embargo, pensé que había algo  que indudablemente faltaba en su familia desde tiempos atrás, que es la generosidad. Eso es lo escaseaba en sus ricas posesiones. Por lo tanto, pensé que si pudiera gastar algún dinero para adquirir esa gran virtud, su noble familia se vería enriquecida de forma inimaginable.
   Feng le explicó detalladamente lo ocurrido. Cuando terminó, notó que la cara de su amo se había congestionado por el disgusto, la desesperación y una inexplicable amargura. Abandonó rápidamente la casa, mientras el ministro le decía con una voz seca:
- ¡vete inmediatamente! Menudo favor me has hecho. Quítate de mi vista antes de que me arrepienta.
   Al año siguiente, por una intriga de palacio, el ministro perdió el cargo y fue desterrado. Abandonó la capital lleno de tristeza. Se encaminó hacia su feudo, frustrado y abatido por la desgracia. Se sentía solo y abandonado. Todos los amigos se alejaron de él y su carrera política se apagó irremediablemente.
   Cuando se aproximaba hacia sus tierras, notó que salían gentes a recibirle con los brazos abiertos, haciendo reverencia, en señal de respeto y admiración. Experimentó algo inusual en su triste corazón. Al principio, se quedó totalmente desconcertado. Pero, de repente, recordó lo que hizo el recaudador de deudas el año anterior. Sus ojos se inundaron de lágrimas y dijo:  

- Ahora comprendo lo útil de lo que hizo al comprar la generosidad que faltaba en mi casa.






¿Quién hace el ruido?

   Era un maestro chan. Apenas era visitado por ningún aspirante espiritual, pues se había ganado fama de severo y sus métodos de enseñanza eran muy peculiares. Pero llegó a la ciudad un buscador de otro lugar, muy distante del país y quiso comprobar que realmente se trataba de un maestro peculiar. "No soy fácilmente desconcertable", dijo con cierta presunción a quienes le advirtieron.
   Llegó ante el maestro. Cuando el maestro lo vio, antes de que se intercambiasen palabra alguna, estalló en una estruendosa carcajada. El buscador se sirvió de su autocontrol para no denotar sorpresa. El maestro estaba tomando un sabroso aromático té.
- Siéntate- le ordenó al recién llegado-. Siéntate bien, erguido, y no como una gallina clueca y estúpida.
   Una pausa. El té estaba humeando y esparciendo su exquisito aroma.
- ¿Deseas algo?
   El visitante dudaba. Empezaba a sentirse incómodo. Pidió:
- ¿Puedo tomar un poco de té?
   Súbitamente, el maestro arrojó un chorro de té hirviendo sobre el visitante. El líquido ambarino le quemó como acero candente allí donde caía en su cuerpo.
- ¿Es esta forma de tratar a un visitante?
- Te he dado lo que me has pedido- argumentó el maestro, después cerró los ojos y se abismó en profunda meditación.
   El aspirante cerró también sus ojos y entró en meditación. Reinaba un silencio perfecto, casi sobrecogedor. "¡Qué paz, qué sublimidad!, se decía el aspirante, sintiendo la atmósfera de quietud del recinto. De repente, un violento bofetón le hizo emerger del éxtasis. Tuvo que recurrir al máximo autodominio para no avalanzarse sobre el maestro y devolverle el rudo golpe. Cuando fue a protestar, el maestro le preguntó de sopetón:
- ¿De dónde ha surgido el ruido? ¿De la mano o de tu mejilla?
   El aspirante dudó durante unas décimas de segundo. Otra bofetada no menos brusca golpeó su rostro.
- ¡Contesta imbécil!- gritó el maestro-. ¿De dónde sale el ruido? ¿Quién lo produce: lo mano o la mejilla?
   Se trataba de un genuino buscador, aunque su orgullo había retrasado su singladura espiritual. Rápidamente respondió:
- ¡De la mente!
   Se refería al ruido de rabia, resentimiento, humillación y autoimportancia herida que había brotado en su mente al sentir los golpes y risotadas del maestro.
- Tú avanzas- dijo ahora cariñosamente el maestro, captando el contenido real de la respuesta del aspirante- Quédate conmigo hasta cuando sea tu deseo. Y entiende que no he hecho otra cosa contigo que lo que hizo mi maestro conmigo. También yo era orgulloso, como tú, pero también como tú, un siervo de mi genuina búsqueda espiritual. Gracias por venir. Como el discípulo necesita al maestro, el maestro necesita al discípulo. Bienvenido seas.

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